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Artículo

Viernes 5 de mayo de 2017

Columna de opinión: Sanguchito de palta

Si bien los medios de comunicación social cumplen con un “deber” de informar, cuando la práctica de aludirnos unos a otros de modos denigrantes se vuelve un coro estridente, entonces es momento de preguntarnos si queremos, como sociedad, autoflagelarnos y ahogarnos en un mar de odiosidad.

Periodista: Diego García Monge

Fuente: Periódico Encuentro

Link fuente: http://www.periodicoencuentro.cl/mayo2017

E n las expresiones coloquiales podemos encontrar posibilidades de reflexión de mucha hondura. Cuando decimos de Fulano que es “un sanguchito de palta” o de Zutano que “se le cayó el cassette”, estamos haciendo un reproche que, bien pensado, nos permite evaluar las maneras en que nos comunicamos, ya sea en nuestras relaciones interpersonales, ya sea recurriendo a los medios de comunicación masivos. Hoy por hoy, las tecnologías de la información nos convierten a todos nosotros en potenciales medios de comunicación social. Por eso, viene al caso detenerse un momento en la calidad de las comunicaciones que realizamos. El reproche a que aludíamos más arriba es, en cierta forma, curioso. Porque no consiste en atribuir a otro haber afirmado hechos falsos. El problema radica en otra parte. Lo que se impugna es compatible con haber hecho afirmaciones ciertas sobre hechos concretos. ¿Por qué entonces la reprobación? Un viejo profesor acostumbraba decirnos que “mentir es negarle a otro la verdad que se le debe”.

Ignoro si esto era una conclusión suya o una definición canónica de algún autor famoso, pero el hecho es que parece una forma muy interesante de encarar la cuestión de nuestro deber de ser veraces (sobre todo cuando pesa sobre nosotros como una consigna que “la verdad os hará libres”, como enseña Jesús [Jn 8, 32]). Vivir en la verdad, ¿implica proferirla a diestra y siniestra, con o sin motivo, de buena o mala manera? Si decimos que hay verdades que se le deben a alguien, y que negárselas es equivalente a mentir, abrimos la puerta a la posibilidad que afirmaciones verdaderas que se emplean para ocultar otras verdades que sí se deben, sean equivalentes a faltar a la verdad –las famosas “verdades a medias”-. Por otra parte, existe una idea muy extendida en el sentido de que los medios de comunicación cumplen con un “deber” de informar. ¿Es eso siempre así? Si resulta ser cierto que hay verdades a que tendríamos derecho, pero otras a las que no, ¿hay “deber” de informar aquello que no tenemos derecho a saber? Días atrás se ha producido una conmoción pública por la difusión en un canal de televisión de un informe ginecológico de una víctima de violencia de género. ¿Teníamos derecho a conocer esa información? Las opiniones tienden a coincidir en que no. Ergo, el medio no cumplía con un “deber” al divulgarlo. Esa información ha sido calificada como ilegítima porque ha hecho todavía más daño a la víctima que el que ya había recibido con la horrorosa agresión que había dado origen al caso. Bernhard Häring, un famoso teólogo moral, enseñaba que una de las cuestiones que más amenazaba la verdad no era sólo la mentira, sino la locuacidad, el hablar por hablar, que atropellaba nuestro deber de ser discretos.

Tenemos entonces dos problemas que resolver: El primero, qué verdades debemos a otros y, segundo, cómo decirlas cuando es el caso. Las relaciones médicopaciente ilustran bien este delicado asunto. El paciente, en principio, tiene derecho a conocer su estado de salud, pero un diagnóstico grave dicho de golpe y porrazo puede perjudicar sus posibilidades de recuperación o, más modestamente, su calidad de sobrevida. En este caso, el consejo de Häring se orientaba en dirección a acompa- ñar a quien tiene derecho a la verdad para que la vaya conociendo progresivamente de acuerdo a su propia madurez y firmeza de carácter. Así, pues, una verdad que se transmite con descuido puede hacer mucho daño. Concluía Häring con su orientación principal: la verdad debe estar al servicio de una comunicación amorosa. Desprovista de ese amor por el destinatario, la verdad se emplea a menudo como arma para hacer daño, y ¡por Dios que hay verdades que se ventilan para dañar, no para liberar! En el debate público nos estamos acostumbrando a muchos comportamientos para ocultar verdades que se nos deben, y que suelen ser sustituidas por verdades que no vienen al caso. Preguntas directas (“¿Cómo ha financiado sus campañas?”) que se encuentran con respuestas oblicuas (“Estoy orgulloso de haber integrado muchas corporaciones de beneficencia”), que niegan el derecho a la información de los ciudadanos. Pero si ampliamos el ángulo de visión, veremos que la verdad negada o mal dicha abunda en otros ambientes muy distintos de los temas públicos. Por ejemplo, los reality son un género televisivo en que, a pretexto de hacer apología de la “sinceridad” en una sociedad demasiado comprometida con el eufemismo, se hace alarde de relaciones humanas tóxicas en que abunda el maltrato sicológico. Incluso si allí se dicen cosas ciertas entre unos y otros, se abusa de ellas si se las emplea como formas de agresión. La llamada “farandulización” guarda relación con esto, divulgar masivamente lo que no corresponde que sepamos, sin ninguna consideración hacia aquellos acerca de quienes se habla. Cuando la práctica de aludirnos unos a otros de modos denigrantes se vuelve un coro estridente, entonces es momento de preguntarnos si queremos, como sociedad, autoflagelarnos y ahogarnos en un mar de odiosidad.

De nuestra parte, cabe hacer una sana autocrí- tica respecto de si incluso en nuestros propios medios de comunicación transmitimos la verdad debida, y si lo hacemos amorosamente. Los comportamientos prosociales son abundantes pero suelen no ser espectaculares. Lo mórbido, en cambio, atrae la atención pero maleduca si lo convertimos en contenido habitual de nuestras conversaciones. “Aunque no esté de moda” -como decía Silvio Rodríguez- nos cabe aportar oxígeno al debate y a la información pública. Donde haya graves problemas y desacuerdos que afrontar, hacerlo respetando la dignidad del otro y procurando imparcialmente soluciones que satisfagan un bien común. Y sobre todo, dar a conocer buenas noticias, normalmente miradas tan en menos, que retraten las prácticas que constituyen el cemento de la sociedad, su cohesión cooperativa, su ingenio, su sentido del humor y su belleza.