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Jueves 1 de febrero de 2018

En La Moneda: dolor, vergüenza y saber escuchar

Ante la Presidenta de la República y las principales autoridades del país, el martes 16 de enero, el Papa expresó que siente “dolor y vergüenza” por el daño “irreparable” causado a niños por parte de ministros de la Iglesia. También llamó a saber escuchar a los cesantes, a los pueblos originarios, a los migrantes, jóvenes, ancianos y niños. Este fue su primer discurso en Chile:

“Señora Presidenta, miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático, representantes de la sociedad civil, distinguidas autoridades, señoras y señores: Es para mí una alegría poder estar nuevamente en suelo latinoamericano y comenzar esta visita por esta querida tierra chilena que ha sabido hospedarme y formarme en mi juventud; quisiera que este tiempo con ustedes fuera también un tiempo de gratitud por tanto bien recibido. Me viene a la memoria esa estrofa de vuestro himno nacional: «Puro, Chile, es tu cielo azulado, / puras brisas te cruzan también, / y tu campo de flores bordado/ es la copia feliz del Edén», un verdadero canto de alabanza por la tierra que habitan, llena de promesas y desafíos; pero especialmente preñada de futuro.

Gracias, señora Presidenta, por las palabras de bienvenida que me ha dirigido. En usted quiero saludar y abrazar al pueblo chileno desde el extremo norte de la región de Arica y Parinacota hasta el archipiélago sur «y a su desenfreno de penínsulas y canales».[1] La diversidad y riqueza geográfica que poseen nos permite vislumbrar la riqueza de esa polifonía cultural que los caracteriza. Agradezco la presencia de los miembros del gobierno; los presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema, así como las demás autoridades del Estado y sus colaboradores. Saludo al Presidente electo aquí presente, señor Sebastián Piñera Echeñique, que ha recibido recientemente el mandato del pueblo chileno de gobernar los destinos del país los próximos cuatro años. Chile se ha destacado en las últimas décadas por el desarrollo de una democracia que le ha permitido un sostenido progreso. Las recientes elecciones políticas fueron una manifestación de la solidez y madurez cívica que han alcanzado, lo cual adquiere un relieve particular este año en el que se conmemoran los 200 años de la declaración de la independencia. Momento particularmente importante, ya que marcó su destino como pueblo, fundamentado en la libertad y en el derecho, que ha debido también enfrentar diversos períodos turbulentos, pero que logró —no sin dolor— superar. De esta forma supieron ustedes consolidar y robustecer el sueño de sus padres fundadores. En este sentido, recuerdo las emblemáticas palabras del cardenal Silva Henríquez cuando en un Te Deum afirmaba: «Nosotros —todos— somos constructores de la obra más bella: la patria. La patria terrena que prefigura y prepara la patria sin fronteras. Esa patria no comienza hoy, con nosotros; pero no puede crecer y fructificar sin nosotros. Por eso la recibimos con respeto, con gratitud, como una tarea que hace muchos años comenzaba, como un legado que nos enorgullece y compromete a la vez».[2]

Cada generación ha de hacer suyas las luchas y los logros de las generaciones pasadas y llevarlas a metas más altas aún. El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día. No es posible conformarse con lo que ya se ha conseguido en el pasado e instalarse, y disfrutarlo como si esa situación nos llevara a desconocer que todavía muchos hermanos nuestros sufren situaciones de injusticia que nos reclaman a todos.

Tienen ustedes, por tanto, un reto grande y apasionante: seguir trabajando para que la democracia y el sueño de sus mayores, más allá de sus aspectos formales, sea de verdad lugar de encuentro para todos. Que sea un lugar en el que todos, sin excepción, se sientan convocados a construir casa, familia y nación. Un lugar, una casa, una familia, llamada Chile: generoso, acogedor, que ama su historia, que trabaja por su presente de convivencia y mira con esperanza al futuro. Nos hace bien recordar aquí las palabras de san Alberto Hurtado: «Una Nación, más que por sus fronteras, más que su tierra, sus cordilleras, sus mares, más que su lengua o sus tradiciones, es una misión a cumplir».[3] Es futuro. Y ese futuro se juega, en gran parte, en la capacidad de escuchar que tengan su pueblo y sus autoridades.

Tal capacidad de escucha adquiere gran valor en esta nación donde su pluralidad étnica, cultural e histórica exige ser custodiada de todo intento de parcialización o supremacía y que pone en juego la capacidad que tengamos para deponer dogmatismos exclusivistas en una sana apertura al bien común —que si no tiene un carácter comunitario nunca será un bien—. Es preciso escuchar: escuchar a los parados, que no pueden sustentar el presente y menos el futuro de sus familias; a los pueblos originarios, frecuentemente olvidados y cuyos derechos necesitan ser atendidos y su cultura