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Artículo

Lunes 1 de noviembre de 2021

Editorial: Hospitalidad, un sello para este tiempo

Por: Monseñor Julio Larrondo, Obispo Auxiliar de Santiago.

Fuente: Periódico Encuentro

Link fuente: http://www.periodicoencuentro.cl/noviembre2021/

En su etimología, “hospitalidad” se refiere al amor, afecto o bondad hacia personas que no conocemos, especialmente los extranjeros. Pero en un sentido más amplio esas personas pueden ser también todas aquellas que llegan sin haberlo previsto y que nos piden atender en sus necesidades: viudas, huérfanos, encarcelados, pobres, peregrinos, inmigrantes. Incluso el(la) que está solo y necesita afecto puede recibir de nosotros la hospitalidad del saludo, el abrazo y el apoyo.

Tan enraízada está esta práctica de amor en la tradicion judeocristiana que para el pueblo de la Biblia era un deber religioso recibir y atender al forastero y al necesitado. Por eso, Abraham corrió cuando vio a los tres hombres cerca de su tienda, se postró a sus pies, les ofreció agua, pan, leche y descanso, porque “¡Por algo han pasado junto a su servidor!” (Gn 18,5). Y por eso, Pablo pide a Filemón que reciba a Onésimo “como si fuera yo mismo” porque “estás unido a él por lazos humanos y en el Señor”. En esta capacidad para ser hospitalarios se juega parte decisiva de la vida cristiana, pues, como acto de amor, se aplica la afirmación de Juan: “El que no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?” (1 Jn 4,20).

La hospitalidad como forma de amor entregado se ha visibilizado extraordinariamente durante la pandemia. Ella se ha encarnado no solo en el personal sanitario, sino también en quienes desempeñan funciones esenciales, desde el transporte hasta los dependientes del comercio de primera necesidad, pasando por miles de voluntarios que hicieron posible el cuidado de los más enfermos y empobrecidos, horneando pan para sus mesas, apoyando escolarmente a niños sin medios tecnológicos, cocinando comunitariamente, en fin, todo lo que la imaginación solidaria fue capaz de suscitar.

Quienes desempeñaron esas funciones críticas se expusieron al contagio, y muchos de ellos pagaron un alto precio con su salud y hasta con su vida por servir a quienes tal vez ni conocían. A tal extremo pudo llegar la hospitalidad con el extraño. Por contraste –penosamente– duele ver actitudes opuestas a la hospitalidad, como las que presenciamos en la violencia en ciudades del norte de Chile, con la destrucción de las pocas pertenencias de quienes han venido a nuestro país buscando una vida más dichosa.

Es cierto que la situación es compleja y hay que estar “en los zapatos” de los vecinos en estas ciudades, pero nada justifica la violencia contra otras personas. En el mismo contexto, duele la ausencia de una política pública acorde a los desafíos migratorios actuales, así como las declaraciones de representantes políticos que parecen desconocer que habitamos un mundo interrelacionado y que la solidaridad entre países garantiza un futuro más fraterno, solidario y humano.

Ha dicho nuestro Pastor Celestino Aós en el último Te Deum que el diálogo no se remite a documentos o lecciones teóricas, sino que implica una apertura de mente y de corazón, con vistas a cultivar la unidad y la reconciliación. Por ello, la hospitalidad se puede ejercitar también en la esfera del debate y la acción acerca de lo público. No hay camino posible para un nuevo Chile, sin diálogo, sin acuerdos amplios, sin una búsqueda común de respuestas ante los retos actuales. Porque lo que concierne a todos(as), debe tratarse entre todos(as).

Por eso en el Te Deum dimos gracias a Dios por todos aquellos que acogen y acompañan a los hermanos de pueblos originarios, a los inmigrantes, a los enfermos; por quienes promueven los derechos de las mujeres, acompañan a los jóvenes, apoyan a las víctimas de abuso, dentro y fuera de la Iglesia. Dimos gracias por quienes procuran justicia sin recurrir a la violencia y por todos los que buscan respetar y promover los valores más altos e irrenunciables, con el ejemplo de su testimonio: el respeto por la vida humana; el apoyo a la familia y el derecho de los padres de ser los primeros educadores de sus hijos; la promoción del bien común que surge desde la autonomía de la sociedad, debidamente apoyada por los poderes públicos.

Quienes hemos crecido en la tradición hospitalaria de la Biblia, somos los primeros que debemos testimoniar que nadie puede quedar excluido de los beneficios que nuestro país puede ofrecer a todo el que lo necesite. Mientras haya pobres, indígenas discriminados, inmigrantes violentados, no será este el país que soñamos. Este es un aporte que nuestra tradición religiosa debe hacer a la cultura y la identidad chilena. En dicho escenario, cuánto bien nos haría que el Pueblo de Dios católico esté abierto siempre al diálogo, procurando el entendimiento y la colaboración con otras tradiciones espirituales y personas de buena voluntad para ofrecer agua, pan, leche y paz a todo el que se acerca a nosotros, sin excepción.