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Artículo

Martes 27 de mayo de 2025

Mala conciencia, dura almohada

A propósito de las licencias médicas fraudulentas

Fuente: Cardenal Fernando Chomali G.

El descuido en el desarrollo de las virtudes y la pérdida del sentido de la vergüenza y el honor, nos han sumido en una degradación moral de proporciones alarmantes. Estamos transitando de una democracia, que tanto costó consolidar, a una cleptocracia. 

Las licencias  médicas fraudulentas de hoy se suman al cohecho, al tráfico de influencias, al amiguismo y al despilfarro de bienes públicos, a la evasión tributaria, a la estafa y a tantos otros males, de ayer. Mañana algo más saldrá, qué duda cabe. La crisis no se detendrá mientras no seamos capaces de construir entre todos un proyecto común de sociedad, no desarrollemos un sentido renovado de la ética como criterio fundamental para la toma de decisiones y no infundamos un respeto genuino por lo público y lo comunitario. 

La ausencia de esos tres elementos ha generado una mentalidad individualista donde prima la búsqueda del máximo beneficio personal, incluso en detrimento del bien común. Dicha mentalidad no surge de improviso, sino que se fragua en una sociedad que ha confundido los medios con los fines. En otras palabras, el dinero ha dejado de ser fruto del trabajo bien hecho para convertirse en un fin en sí mismo. Paralelamente, el trabajo ha perdido su dimensión humanizadora –de hacernos crecer como personas y contribuir a la sociedad–, para reducirse a una carga que hay que soportar, procurando hacer lo mínimo y recibir lo máximo. La falta de motivación y de una verdadera pasión por el trabajo explica, en gran medida, el ausentismo laboral y las licencias médicas fraudulentas. Quien encuentra sentido en su trabajo, quien lo concibe como una forma excelsa de contribuir al bien común y de crecer como ser humano, difícilmente hará uso malicioso de los recursos públicos. 

El problema de las licencias y de la cultura del beneficio fraudulento responde, en último término, a un malestar existencial profundo. Muchas personas experimentan un vacío en sus propias vidas, necesitando compensar esa carencia con bienes materiales y experiencias superficiales y fugaces. El tedio, el desinterés por los demás y la falta de sentido vital está en la raíz de toda acción moralmente reprochable. 

Esa situación también permea el ámbito escolar, cuando la obsesión por las calificaciones, los puntajes y los rankings, toma por completo el quehacer de una institución educativa. En este contexto exitista, el auténtico aprendizaje, entendido como la búsqueda de la verdad junto con el desarrollo de talentos y habilidades, pasa a segundo plano. Cuando se prioriza la nota por sobre el aprendizaje, si el alumno no tiene arraigado en lo más profundo de su ser el valor de lo bueno y de lo justo, probablemente recurrirá al plagio. Y posteriormente, como adulto, será proclive a entregar u obtener una licencia falsa, a obtener beneficios de mala manera y a “saltarse la fila” cada vez que pueda. La cadena de la corrupción comienza a temprana edad cuando el padre le dice al hijo, cuando lo llaman por teléfono o lo buscan “dile que no estoy”. 

Es necesario examinar con detenimiento los programas escolares, las carreras que generan mayor interés en los estudiantes y lo que pasa al interior de las familias. Les invito a pensar sobre la actitud que se asume cuando los hijos se aventuran a estudiar filosofía o arte, versus el orgullo que sienten cuando estudian carreras que, a pocos años de egresados, reciben remuneraciones elevadas. 

Resulta particularmente preocupante que muchas de las personas involucradas en hechos éticamente cuestionables posean altos niveles educativos y pertenezcan a círculos donde se concentran el poder y la generación de redes. Ese hecho debe llevarnos a meditar si nuestro sistema educativo, social y económico no solo promueve estas relaciones viciadas, sino que también las perpetúa. Mientras no abordemos estos temas con claridad meridiana, honestidad y valentía, los escándalos continuarán apareciendo y lo que es peor, adquirirán un hálito de normalidad. Cuando aquello acontezca, nuestra “copia feliz del Edén”, que tanto amamos, se habrá transformado en un lugar donde prevalezca la ley del más fuerte. La verdad puede ser dolorosa, pero la mentira lo es infinitamente más.

La construcción de una sociedad ética requiere claridad sobre el orden de los fines: el dinero y el descanso deben ser consecuencia del trabajo bien hecho, no fines en sí mismos. Solo así podremos aspirar a una convivencia donde prevalezcan la justicia, la solidaridad y la fraternidad, y avancemos hacia una sociedad donde prime el bien común por encima del beneficio individual. Recuerdo con mucha admiración a los estudiantes de diseño industrial de DUOC  UC de Concepción que trabajaron sin descanso durante todo el verano para sacar adelante el proyecto social “Albergue Móvil La Misericordia”. Su motivación no era la nota sino que entregar sus talentos, conocimientos y habilidades para diseñar y remodelar un bus que permitiera dar techo, comida y dignidad a las personas en situación de calle del centro de Concepción durante las frías noches de invierno. También los motivó el llamado del Papa Francisco a vivir el año de la misericordia.  Un ejemplo claro que muestra que cuando hay motivación y una meta noble y llena de sentido, la nota resulta ser irrelevante. No sólo trabajaron durante todo el verano para terminar el diseño (que no tiene nada que envidiarle a uno realizado por las mejores universidades del mundo) sino que siguieron de cerca la construcción y la puesta en marcha. Todos aprobaron con máxima distinción su carrera. Estoy seguro que si se promueve en el lugar de trabajo las habilidades de cada trabajador, se es capaz de entusiasmar con un proyecto por su relevancia social y hay conciencia de trabajo en equipo, no tendríamos el problema de las licencias fraudulentas.

Qué notable y sanador sería que quienes están involucrados en hechos claramente delictuales se autodenuncien, pidan perdón y asuman sus responsabilidades. Ello sería un acto de extrema valentía y amor patrio. Haría un bien enorme a una sociedad escandalizada por tanta corrupción. Esa actitud no es delegable, pues no hay nada más personal que el mérito y la culpa. Liberar la conciencia, pedir perdón y reparar el daño causado, no solo beneficiaría a la sociedad, sino que permitiría dormir tranquilos y en paz junto a sus familias. Porque, como bien sabemos, la mala conciencia es una dura almohada.

Además permitiría que brillen los cientos de miles de servidores públicos que de manera abnegada trabajan día a día en el aparato estatal con fuerza y convicción. Me consta que para ellos estos hechos han sido motivo de mucho dolor y sufrimiento. Estoy cierto que preferirían pasar hambre antes de beneficiarse de manera fraudulenta con los recursos del Estado. Es bueno reconocer su labor, en este contexto aciago que estamos viviendo, dado que ellos han sido artífices de una educación, de una salud pública y de un aparato estatal que fue por décadas ejemplo en América Latina y el mundo, y que lograron que las personas menos favorecidas tuviesen educación y salud de calidad. Sería interesante preguntarse en qué medida la mercantilización de estas áreas de la vida también han contribuido a empobrecer la relación de las personas con las instituciones.

Invito a que reflexionemos sobre el país que queremos para el futuro, sobre el valor que se le atribuye a la ética y la consolidación de las virtudes en los procesos formativos, como volver a recuperar la dimensión espiritual y social del trabajo y como volver a formar parte de una comunidad donde nos reconocemos necesitados de los demás y a quienes nos debemos.

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