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Artículo

Viernes 3 de julio de 2020

La primera línea: nuestros adultos mayores, por Ana María Galmez

A pesar de que han pasado tres meses desde la bendición Urbi et Orbi que dio el Papa Francisco en medio de la pandemia, me ha vuelto a saltar en estos días esa imagen. Tal vez porque ya hemos estrenado papel protagónico en una película que me parecía simple ciencia ficción.

Por: Ana María Gálmez, periodista

La imagen fue y sigue siendo fuerte. La Plaza San Pedro vacía y un Papa, anciano y cojo, que no teme mojarse por la lluvia y que se detiene en oración ante un Cristo de madera que en 1522 fue llevado en procesión por las calles de Roma para acabar con la “Gran Peste”.

Una bendición que removió a creyentes y no creyentes. Un sermón que hay que leer y releer en estos días de confinamiento eterno, porque golpea el alma y el corazón.

Nuestros medios de comunicación se han enfocado en el plan económico del Gobierno; en los errores comunicacionales, en el recuento diario de muertos y contagiados. Todos problemas prioritarios y críticos. Gracias a Dios, en paralelo, ha surgido esa solidaridad de nuestro ADN chileno y que se traduce en aportes de cajas de alimentos, en universitarios cocinando en ollas comunes o en sacerdotes corriendo el riesgo de contagiarse por atender a enfermos y hambrientos.

Pero tal vez se nos ha olvidado poner en primera línea la realidad de los chilenos sobre 80 años y las residencias de ancianos que se esparcen a lo largo de nuestro Chile. El cuidado a los mayores suponía en otros tiempos una atención asegurada por parte de hijos y parientes. Pero muchas veces esto ya no resulta posible. Las residencias públicas y privadas vienen a suplir ese cuidado.

Cada una de ellas nos habla en silencio de personas comunes, que no aparecen en titulares, ni en matinales de televisión, pero que demuestran heroísmo, profesionalismo, paciencia e infunden esperanza con este grupo etario. Son auxiliares, cuidadores, profesionales de la salud, que a diario salen de sus hogares, dejando a sus seres queridos para cuidar a otros. Pero que, además, lidian con la dificultad de trasladarse a sus trabajos. Toman dos o tres buses con terror a contagiarse y con suerte el metro, si la estación cercana a sus hogares no fue quemada en octubre del año pasado.

En paralelo, directivos de estas residencias luchan contra sus arcas vacías; con carecer de atención de salud prioritaria a domicilio y de no poder derivar a hospitales a enfermos, para facilitar el aislamiento de los contagiados.

Quiero homenajear a esos miles de administrativos que se dejan la piel en este servicio. No tienen los medios ni el apoyo para un traslado seguro; no cuentan con voluntarios y en sus lugares de trabajo, no hay recursos para financiar turnos extras y personal de reemplazo.

A muchos se les han agotado sus insumos de protección personal o no pueden tener acceso rápido a test de PCR para evitar tragedias como las ocurridas en España, donde muchos trabajadores abandonaron sus puestos por miedo a contagiarse.

La pandemia ha demostrado que este trabajo de asistencia sanitaria es estratégico y fundamental. El Papa así lo hace ver en un pequeño libro titulado “La vida después
de la pandemia”, que recoge sus reflexiones sobre el Covid-19 y que tiene dos objetivos: reconstruir un mundo mejor de esta crisis de la humanidad y sembrar esperanza en medio de tanto sufrimiento y desconcierto.

En una de sus reflexiones hace ver cómo esta labor silenciosa y oculta de servicio es “en muchos países un sector ignorado: los salarios son bajos, los turnos son pesados, faltan contratos y beneficios adecuados. (…) Muchos son migrantes. ¿Por qué los empleados de otros sectores cuya contribución a la sociedad es mucho menos importante, ganan mucho más que los operadores sanitarios?”, se pregunta Francisco.

Quiero cerrar estas líneas invitando a que con la misma logística con que se logró fusionar el sistema de salud público con el privado para enfrentar el virus, lo hagamos también para rehabilitar y fortalecer a este amplio sector que cuida de nuestros mayores.

La soledad del Papa en San Pedro era una soledad acompañada. Lo mismo pedimos para nuestros ancianos.