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Jueves 1 de julio de 2021

Opinión: "La autoridad de Jesús"

Por: P. Heriberto Cabrera sdb, Académico U. Católica Silva Henríquez

Fuente: Periódico Encuentro

Link fuente: http://www.periodicoencuentro.cl/julio2021/

Si la inquisición existiera y la autoridad fuera un libro, ciertamente estaría entre los libros prohibidos. ¿Qué más sospechoso que hablar de ella? Esta actitud nace de nuestra experiencia, que justifica la gran desconfianza que hay en la sociedad chilena hacia las instituciones y sus representantes, incluidas la Iglesia. Sin embargo, por su etimología, auctoritas, nos sorprende, porque significa “aumentar”, “promover”.

En la antigüedad romana, la auctoritas designaba además un poder de prestigio. Desde un punto de vista bíblico, la primera constatación es que el Nuevo Testamento no tiene un concepto equivalente al romano. La traducción latina de la Biblia no utiliza esta palabra, sino que otras de origen griego, que se acercan mucho a este concepto, se trata de dunamis, que designa en general poder o potencia y los medios para ejecutarla, y exousia, que hace referencia a un mandato legitimado por Dios.

Entonces, entre la etimología y la realidad hay a veces un abismo: ¿dónde fue que nos perdimos?; ¿será posible un poco de esperanza para esta autoridad en agonía? La esperanza para los creyentes tiene un nombre: Jesús. Perderlo de vista es como colocar una brújula al lado de un imán, ella indicará cualquier dirección.

Jesús también encontró problemas para explicar este nuevo paradigma de autoridad: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35). Entonces, Jesús con su vida nos mostró el camino de la “autoridad servicio” enseñando, sanando, liderando de manera “vivificante” (haciendo crecer y dando vida). Una interpelación aún 2000 años después a nuestra manera de utilizar la autoridad. En esta nueva etimología cristiana de la palabra autoridad, no hay lugar para declinaciones narcisistas y egoístas, y donde la única posibilidad es la de una nueva narrativa: la del buen samaritano (Lc 10, 25-37), que reconoce en el otro un ser herido, digno de que uno se detenga y cure sus heridas.